Habitantes: 3605.
Altitud: 460 metros sobre el nivel del mar. Dista de Teruel 143 kilómetros.
Gentilicio: Calandino
La población, que fue villa a partir de 1360, en que recibió su Carta Puebla, se asienta sobre una suave colina, que en tiempos coronó un airoso castillo y actualmente preside la iglesia del Milagro. Posteriormente, las casas se corrieron hacia la carretera, ensanchándose así el casco urbano para enfrentarse con la aridez de la tierra ocre, que es llanura hasta enlazar con los términos de Alcañiz y Alcorisa.
Da la espalda al regadío, que lo tiene bien cerca, rozando los edificios. A dos kilómetros se confunden las aguas de dos ríos, el Guadalope y el Guadalopillo, el segundo tributario del primero, y así tienen plena justificación los puentes de los Arcos (de construcción árabe), Nuevo (acueducto y viaducto) y el que llaman Estrechillo.
Más de once mil hectáreas componen el término municipal. Algunas partidas, como la del Saso, conservan sus nombres romanos. Otras tienen una toponimia acorde con el lugar: Monte Bajo, Vera Seca, Nueve Masadas, Val de los Machos, Porciones, El Prado, Los Royales, Herradura, Monte Alto, y también hay Huerta Alta y Huerta Baja, Foya Alta y Foya Baja ...
Nosotros, que en fín de cuentas hemos nacido allí y por eso mismo conocemos la tierra y hasta el tempero, nos guardaremos muy bien de contar la historia sabida, que otros forjaron y escribieron, o de caer en descripciones tópicas, aunque sea a remolque de los bombos y tambores de Semana Santa, del milagro y de los famosos melocotones de Calanda. Sólo pretendemos rendir homenaje sencillo y emocionado, una vez más, a esta entrañable tierra nuestra.
Siempre son importantes las señas de identidad, el origen, y en este caso parece obligado referirse a la Kolenda de los celtíberos y a la Kalenda de los árabes. La población parece localizarse en la partida de Castiel, a juzgar por las monedas encontradas en el lugar. Algunos historiadores aseguran que fue destruida cruelmente por Tito Didio, y de aquellas cenizas surgió la Calanda romana, si bien este nombre definitivo no le llegaría hasta el reinado de Abderramán 1. Antes pasaría por la Kalanda musulmana.
De todas las épocas se conservan interesantes vestigios; los hallazgos arqueológicos, en especial de mosaicos romanos, son de capital importancia.
Ya en época cristiana, perteneció al obispado de Zaragoza y fue una encomienda menor de Calatrava. En 1360 nació como villa; de esa misma fecha -ya quedó dicho en la Carta Puebla. Hacia la mitad del siglo xv aparece como señor de Calanda Pedro Vacca, que lo fue durante dieciocho años, al que Zurita apellida Núñez Cabeza de Vacca.
La historia ya está escrita y no vamos a insistir. Fray Manuel García Miralles, de la orden de Predicadores, es autor de un documentado libro sobre el tema. Y entre sus forjadores hay que anotar a muchos calandinos, que forman ya una larga lista, como son los Cascajares, el barón de Castiel, Miguel Antonio Peralta y Rabinal, José Miguel Herrero de Telada y Royo, Julián Pastor y Albiria, Francisco Banal, Gregorio Banal Herrero, Francisco González, Torre Mazas, Ram de Víu, Mariano Valimaña y Abella, Mariano Bernad Sanz, Juan José León Gasca Ballabriga, Manuel Albert Ginés, Vicente Manuel y Juan Allanegui Lusarreta, Eloy Crespo Gasque, Miguel Sancho Izquierdo ... y Gaspar Sanz y Luis Buñuel, dos colosos del ayer y el hoy, respectivamente, alumbrando mundos nuevos a través de la música y la imagen.
Los pueblos, cualesquiera que sean, sólo tienen una manera de perpetuarse: conservar sus tradiciones y costumbres, sus edificios notables y monumentos. En Calanda lo han conseguido plenamente. El amanecer sonoro de los despertadores, los que cantan el rosario de la aurora, es anuncio seguro de que el pueblo continúa latiendo con fuerza, con pálpito puro y hondo. La explosión suprema llegará con la Semana Santa, al romper la hora con el estruendo sobrecogedor de miles de bombos y tambores.
La jota es como el reposo gozoso de la siesta, a base de punta y tacón, sin saltos improcedentes, manteniendo la ortodoxia más exquisita, elegancia y gallardía rebosando arte y reciedumbre.
La tierra se trueca en arte cuando pasa por las manos de los artesanos. Dentro de la cerámica popular, Calanda siempre plantó bandera con sus cocios -cuezas, para que lo entiendan todos-, tinajas, macetas y cántaros.
Conviene llegar más allá de la carretera y adentrarse en el corazón del pueblo, de la villa, hasta la plaza de España, donde la piedra se levanta como monumento , ya sea en forma de soportales o bien para sentar las bases de la Casa Consistorial, el Ayuntamiento, que a partir de la amplia balconada es de ladrillo caravista, acorde con el estilo aragonés renacentista. En la misma plaza cabe admirar la iglesia parroquial.
La historia se asoma a las calles, a través de sus edificios como los del conde de Sástago y del marqués de Calanda.
La guía monumental se completa con la ermita de Santa Bárbara y San Marcos, el Calvario, la iglesia del Milagro, la primitiva iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Esperanza, el convento del Desierto de Calanda ... Curiosamente, el desierto no es tal, sino un paraje bucólico y hermoso, a la sombra de unos pinos que esparcen su aromático olor a resina por el contorno.
La población llegó a sobrepasar los cuatro mil habitantes, pero después inició el descenso hasta quedarse en poco más de tres mil quinientos. ¿Por qué? La vida, allí, permite mantener esperanzas, sobre todo cuando se complete el plan de riegos del Guadalope, a través del canal que lleva el nombre de la villa.
Existe el basamento sólido e inamovible de una historia importante. Sobre estos cimientos ha nacido y prosperado el pueblo, con plena justifIcación de ser. La agricultura, que continúa siendo fundamental, se complementa con la industria y el comercio. Es posible que no sea suficiente todavía, pero las posibilidades del futuro inmediato representan algo más que una simple promesa.
Las fiestas patronales son en honor de la Virgen del Pilar, advocación mariana a la que Calanda se siente estrechamente vinculada, por el milagro protagonizado por Miguel Joan Pellicer Blasco, hijo de la villa, al que la Virgen le restituyó la pierna que le había sido amputada «cuatro dedos por debajo de la rodilla», prodigio que se operó en octubre de 1637.
En este caso, como en otros tantos -nos referimos a Calanda, claro-, nada mejor que viajar y recorrer el paisaje de la tierra y sus gentes; el relato sólo pretende ser, por eso mismo, una invitación.